Leer: una
de las operaciones más complejas. No es sorprendente que adquirir un manejo de
la máquina de leer sea difícil y, en períodos de mutación cultural, se corra el
riesgo de perder la máquina y la destreza para manejarla. Para decirlo con
algunas comparaciones evidentes: es más difícil aprender a leer que aprender a
conducir un coche o una bicicleta, jugar al tenis, cocinar comida china, andar
a caballo o tejer. Por supuesto, aunque vale la pena recordarlo, es más difícil
aprender a leer que a mirar televisión.
En lo escrito hay una clave de bóveda del mundo. Todavía no se ha
inventado nada más allá: los hipertextos, Internet, los CDROM y los programas
de computadora suponen la lectura, obligan a la lectura y no son más sencillos
que los libros tal como los conocimos hasta hoy. Quien afirme algo diferente
nunca vio un CDROM ni un programa de hipertexto, o quiere engañarnos haciendo
barato populismo tecnológico. Si el futuro son las computadoras, la lectura es
indispensable. Téngalo en cuenta quienes profesan la optimista superstición del
futuro.
Pero no
querría hablar del futuro, porque ya los suplementos de ciencia de los diarios
exaltan suficientemente el mundo maravilloso que nos espera. Querría hablar del
pasado y del presente. La lectura opera con una máquina del tiempo que hasta
hoy no ha igualado ninguna otra máquina: bajo la forma de página impresa o de
pantalla de computadora que imita o perfecciona la página impresa, están el
mundo que fue y el mundo que es. Hasta hoy, nuestra cultura (quiero decir la
cultura llamada occidental en sus diversas versiones) es visual y escrita. Esto
no la hace superior a las grandes culturas orales del pasado: simplemente,
marca su diferencia y el ser de su diferencia. Se puede valorar la oralidad,
pero no se puede volver a ella como instrumento básico de la continuidad
cultural. Se podrá prever un futuro donde la lectura resigne su hegemonía
frente a otras formas de transmisión, pero ese futuro todavía no ha llegado y,
si llega, llegará por la lectura y no a pesar de ella.
Es
indiferente el soporte material de la lectura: ¿una página impresa, un
microfilm, la pantalla de una computadora, un holograma? En el límite, todos
exigen esa capacidad infinitamente difícil: interpretar algo que ha sido
escrito por otro. Leer es, siempre, de algún modo, traducir.
La
máquina de leer pide ser accionada con sutileza. Pero admite que se la ponga en
marcha en las condiciones más libres. Difícilmente pueda ponerse en otra
máquina que sea, a la vez, tan complicada en su manejo y tan abierta a los usos
más personales, secretos, innovadores, transgresivos. La máquina de leer nos
permite prácticamente todo.
La
máquina está allí: mucho menos servil que un televisor, mucho más compleja que
una computadora, pero también más esquiva porque exige más de quien la opera.
La máquina de leer, instalada en la larga duración de la historia, sigue
funcionando cuando otros instrumentos hoy sólo pueden ser vistos como
curiosidades en los museos de la técnica. La máquina de leer: una hipermáquina,
una nave espacial, una cápsula de tiempo, un espejo, un Aleph.”
Fuente: SARLO, Beatriz, Instantáneas. Medios, ciudad y costumbres en
el fin de siglo, Ariel, Buenos Aires, 1997, pág. 193.
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