martes, 14 de mayo de 2013

Debate: ¿Hay relación posible entre lectura y redes sociales?



El proceso de lectura, por Claudia Mazza





Un proceso es un conjunto de fenómenos activos y organizados en el tiempo. La lectura, entendida como proceso, es una actividad compleja y plural, que se desarrolla en varias direcciones. Combina diversos subprocesos:

Un proceso neurofisiológico. La lectura es antes que nada un acto concreto, observable, que convoca facultades bien definidas del ser humano. La lectura no es posible, en efecto, sin el aparato visual y las diferentes funciones del cerebro. Leer es, antes que cualquier análisis de contenido, una operación de percepción, de identificación y de memorización de signos. Diferentes estudios han intentado describir con minuciosidad tal actividad. Estos estudios demostraron que el ojo no capta un signo después del otro sino “paquetes de signos”.
Es frecuente saltar ciertas palabras o confundir los signos entre sí. El movimiento de la mirada no es lineal y uniforme (como ocurre en la escritura), está hecho, al contrario, de saltos bruscos y discontinuos entre los cuales las pausas más o menos largas (entre un tercio y un cuarto de segundo) permiten la percepción. Durante esas pausas, el ojo registraría precisamente seis o siete signos, anticipando al mismo tiempo la continuación gracias a una visión “periférica” más fluida.
La decodificación del lector depende de la composición del texto: si tiene palabras breves, ambiguas, simples o polisémicas. Rara vez se lee letra por letra, sólo cuando las palabras presentan dificultades, de lo contrario la percepción discontinua se vincula constantemente con la elaboración mental de hipótesis sobre el significado de las palabras (proceso cognitivo) y su confirmación.
Desde la perspectiva de su aspecto físico, la lectura se presenta como una actividad de anticipación, de estructuración y de interpretación.

Un proceso cognitivo. Al mismo tiempo que percibe y decodifica los signos, el lector intenta comprender el significado. La conversión de las palabras y grupos de palabras en elementos de significación supone un importante esfuerzo de abstracción.
Esta comprensión puede ser mínima y abarcar únicamente la acción en curso. El lector de una novela policial, por ejemplo, enteramente ocupado en llegar al desenlace, se concentra entonces en el encadenamiento de los hechos: la actividad cognitiva le sirve para progresar rápidamente en la intriga. Cuando los textos son más complejos, el lector puede, a la inversa, progresar más lentamente en función de la interpretación. Deteniéndose en tal o cual pasaje, trata de captar todas las implicaciones. Roland Barthes describe con precisión estas dos prácticas de lectura:
Una va directamente a las articulaciones de la anécdota, considera la extensión del texto, ignora los juegos verbales (si leo a Julio Verne, leo rápido: pierdo discurso y, sin embargo, mi lectura no está fascinada por ninguna pérdida verdadera – en el sentido que esta palabra puede tener en espeleología); la otra lectura no deja pasar nada, pesa, se pega al texto, lee con aplicación y arrebato, capta en cada punto del texto el asíndeton que corta los lenguajes – y no la anécdota: no es la extensión (lógica) lo que lo cautiva del deshojar de las verdades sino el hojeado de la significación. (Barthes,1992)
Entre “progresión” e “interpretación” existen, por supuesto, regímenes intermedios: las dos variables pueden combinarse en proporciones muy diversas. En todos los casos, la lectura solicita una competencia. El texto supone un saber mínimo que el lector debe poseer si quiere proseguir con su lectura.

Un proceso afectivo. El atractivo de la lectura está relacionado en gran parte con las emociones que suscita. La recepción del texto puede convocar las capacidades reflexivas del lector y/o su afectividad. En efecto, las emociones están en la base del principio de identificación, motor esencial de la lectura de ficción: porque provocan admiración, piedad, risa o simpatía nos interesa el destino de los personajes novelescos.
El rol de las emociones en un acto de lectura es fácil de discernir: identificarse con un personaje, interesarse por lo que le sucede, es decir, por el relato que lo pone en escena. Intentar eliminar la identificación – y por consiguiente el factor emocional – de la experiencia estética parece destinado al fracaso. Más que un modo de lectura particular, el compromiso afectivo es, según parece, un componente esencial de la lectura en general.
Los textos explicativos o argumentativos que son los de más frecuente lectura en la universidad convocan fundamentalmente las capacidades reflexivas del lector. Sin embargo, el factor afectivo no está ausente: las ideas desarrolladas, el despliegue que hace el autor de éstas, las estrategias argumentativas, los recursos retóricos, provocan reacciones emocionales.

Un proceso argumentativo. El texto, resultado de una voluntad creadora, conjunto organizado de elementos, es siempre analizable como una toma de posición del autor (ubicado en una cultura, poseído por ella) sobre el mundo y los seres vivos.
Desde la pragmática, se dirá que hay una perspectiva ilocutoria (la voluntad de actuar sobre el destinatario, de modificar su comportamiento) inherente a todos los textos. El enunciador apunta a acercar al interpretante potencial (caso de la comunicación escrita) o actual (caso de la comunicación oral) a una cierta conclusión o a disuadirlo de ella. La intención de convencer está presente, de una u otra manera, en todo texto.

Un proceso simbólico. El sentido que se construye en la lectura (al reaccionar ante la historia, los argumentos propuestos, la discusión entre puntos de vista) va a integrarse inmediatamente en el contexto cultural donde evoluciona cada lector.
Además de interactuar con los conocimientos del mundo y de otros textos de cada autor, toda lectura interactúa con la cultura y los esquemas dominantes de un medio y de una época. Sea para refutarlos o confirmarlos, al pesar sobre los modelos del imaginario colectivo la lectura afirma su dimensión simbólica. El sentido en contexto de cada lectura es valorado en relación con otros objetos del mundo con los cuales el lector tiene contacto. El sentido se fija en el nivel del imaginario de cada uno, pero se integra, dado el carácter necesariamente colectivo de su formación, con otros imaginarios existentes, que comparte con los otros miembros de su área de actividad, de su grupo o de su sociedad. La lectura se afirma así como componente de una cultura.

¿Toda lectura es legítima?
Dado el carácter específico de la comunicación escrita, cabe preguntarse si cada lector tiene derecho a interpretar el texto como le parezca. No se puede reducir una obra a una sola interpretación pero hay, sin embargo, criterios de validación. El texto permite diversas lecturas pero no autoriza cualquier lectura.
Desde una perspectiva semiótica de la lectura, la recepción está en gran parte programada por el texto. Entonces, el lector no puede leer cualquier cosa. Retomando una expresión de Umberto Eco, el lector tiene ciertos “deberes” frente al texto: debe relevar lo más precisamente posible la coherencia interna propuesta por el propio texto.
No todas las lecturas son legítimas. Hay una diferencia esencial, como lo hace notar Eco, entre “violentar” un texto e “interpretarlo” (aceptar el tipo de lectura que un texto programa). En esa diferencia hay que considerar que nunca se lee en aislamiento, en libertad absoluta. Cada esfera de la actividad humana impone “gramáticas” de recepción (como de producción) de los textos a su comunidad de lectores. La Biblia puede leerse en diferentes ámbitos: una iglesia, una sinagoga, una escuela laica, una academia literaria, un instituto de investigación. Cada uno de esos ámbitos impone reglas de lectura con las que determina si una lectura es “legítima” (para sus miembros). Si a un escritor o a un cineasta o a un dramaturgo la comunidad artística le admite (y hasta tal vez le premie) que interprete en la Biblia que Caín es una víctima inocente de la injusticia y la arbitrariedad de un Dios egocéntrico; si un antropólogo o cualquier científico se niega a leer con fe – como se lo exigen las autoridades académicas – para someter a pruebas racionales lo que se declara en ese antiguo texto, una comunidad religiosa podría llegar (y lo ha hecho) a sancionar esas “violencias” ejercidas contra la Biblia con otras, desde una excomunión hasta una bomba en un teatro.

En Manual de lecturas y escritura universitarias, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2005, pág. 33.

TRABAJO PRÁCTICO N° 9:
1.      ¿Por qué dice la autora que no toda lectura es legítima y cuáles serían los criterios de validación?
2.      ¿Podría definirse a la lectura como un acto complejo? ¿Por qué?
3.      ¿Cuáles son las dos prácticas de la lectura que identifica Roland Barthes? Explícalas.
4.      ¿Por qué se dice en el texto que la lectura es un componente de la cultura? Fundamentar.
5.      Identifica cada subproceso y define cada uno.


miércoles, 1 de mayo de 2013

"La máquina de leer", por Beatriz Sarlo



Leer: una de las operaciones más complejas. No es sorprendente que adquirir un manejo de la máquina de leer sea difícil y, en períodos de mutación cultural, se corra el riesgo de perder la máquina y la destreza para manejarla. Para decirlo con algunas comparaciones evidentes: es más difícil aprender a leer que aprender a conducir un coche o una bicicleta, jugar al tenis, cocinar comida china, andar a caballo o tejer. Por supuesto, aunque vale la pena recordarlo, es más difícil aprender a leer que a mirar televisión.
En lo escrito hay una clave de bóveda del mundo. Todavía no se ha inventado nada más allá: los hipertextos, Internet, los CDROM y los programas de computadora suponen la lectura, obligan a la lectura y no son más sencillos que los libros tal como los conocimos hasta hoy. Quien afirme algo diferente nunca vio un CDROM ni un programa de hipertexto, o quiere engañarnos haciendo barato populismo tecnológico. Si el futuro son las computadoras, la lectura es indispensable. Téngalo en cuenta quienes profesan la optimista superstición del futuro.
Pero no querría hablar del futuro, porque ya los suplementos de ciencia de los diarios exaltan suficientemente el mundo maravilloso que nos espera. Querría hablar del pasado y del presente. La lectura opera con una máquina del tiempo que hasta hoy no ha igualado ninguna otra máquina: bajo la forma de página impresa o de pantalla de computadora que imita o perfecciona la página impresa, están el mundo que fue y el mundo que es. Hasta hoy, nuestra cultura (quiero decir la cultura llamada occidental en sus diversas versiones) es visual y escrita. Esto no la hace superior a las grandes culturas orales del pasado: simplemente, marca su diferencia y el ser de su diferencia. Se puede valorar la oralidad, pero no se puede volver a ella como instrumento básico de la continuidad cultural. Se podrá prever un futuro donde la lectura resigne su hegemonía frente a otras formas de transmisión, pero ese futuro todavía no ha llegado y, si llega, llegará por la lectura y no a pesar de ella.
Es indiferente el soporte material de la lectura: ¿una página impresa, un microfilm, la pantalla de una computadora, un holograma? En el límite, todos exigen esa capacidad infinitamente difícil: interpretar algo que ha sido escrito por otro. Leer es, siempre, de algún modo, traducir.
La máquina de leer pide ser accionada con sutileza. Pero admite que se la ponga en marcha en las condiciones más libres. Difícilmente pueda ponerse en otra máquina que sea, a la vez, tan complicada en su manejo y tan abierta a los usos más personales, secretos, innovadores, transgresivos. La máquina de leer nos permite prácticamente todo.
La máquina está allí: mucho menos servil que un televisor, mucho más compleja que una computadora, pero también más esquiva porque exige más de quien la opera. La máquina de leer, instalada en la larga duración de la historia, sigue funcionando cuando otros instrumentos hoy sólo pueden ser vistos como curiosidades en los museos de la técnica. La máquina de leer: una hipermáquina, una nave espacial, una cápsula de tiempo, un espejo, un Aleph.”


Fuente: SARLO, Beatriz, Instantáneas. Medios, ciudad y costumbres en el fin de siglo, Ariel, Buenos Aires, 1997, pág. 193.